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Ahí estás, exhibiéndote, dando vueltas frente a mí con una enorme sonrisa en el rostro. ¿Qué te has puesto? ¿Un vestido azul? Claro, ignorante de mí… es el mismo que tengo yo, con los bellos encajes turquesa y las etéreas telas de seda.
Ahí estás, exhibiéndote, dando vueltas frente a mí con una enorme sonrisa en el rostro. ¿Qué te has puesto? ¿Un vestido azul? Claro, ignorante de mí… es el mismo que tengo yo, con los bellos encajes turquesa y las etéreas telas de seda.
Giras, bailas, te admiras, y yo me veo obligada a bailar a tu son, encerrada en una invisible cárcel de vidrio, oculta a toda vista excepto a la mía. No puedo salir, no puedo vivir. Y tú, ¿qué haces? Me miras a los ojos, pero no me ves, y entonces tengo que devolverte la mirada. No hay cabida para la reflexión o el porqué, tan sólo para la acción.
Te ríes, y yo también lo hago, pero en silencio. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Los hilos invisibles de la servidumbre se ciñen con fuerza a mis muñecas, y a mis tobillos, y tú los manejas sin saber que eres el cruel titiritero en cada función. Ha sido así desde el principio de mi existencia. ¿Existencia? ¿Qué sentido tiene el tiempo para mí? Hasta donde alcanza mi memoria, mi destino jamás ha tenido la virtud de variar. Siempre invisible. Siempre inexistente. “Siempre”… el barco de mi vida va a la deriva en un río tempestuoso, incapaz de ser manejado, conducido por el viento hasta la liberación de la muerte, si es que existe. “Siempre” sería un buen nombre para dicho barco. ¿Estoy divagando? No importa. Mis pensamientos son lo único que me aísla de la tortura.
Justo entonces te detienes y acaricias tu espeso cabello negro. Yo hago lo mismo, por supuesto, los motivos para ello no creo que llegue a comprenderlos nunca. Te maquillas y cepillas tus rizos con un peine de plata. Estás radiante. Tanto como yo, aunque no seas capaz de apreciarlo.
Las puertas de tu habitación se abren de golpe, en el mundo real o ficticio que perdura al otro lado del cristal. Irrumpe en la historia tu hermosa madre, ¿o es la mía? Ya no soy capaz de distinguir la delgada línea que separa ambas realidades. Ella te admira, con los ojos brillantes ante la bendición de tener una hija como tú. Las dos reís y os cogéis del brazo, abandonando la estancia para vivir las venturas que a mí me han sido negadas.
Y yo, descansando por fin del circo atroz al que algún dios perverso me somete día a día, me derrumbo sobre el suelo de mi celda, prorrumpiendo en lágrimas. Como cada aurora. Como cada ocaso.
Y yo, descansando por fin del circo atroz al que algún dios perverso me somete día a día, me derrumbo sobre el suelo de mi celda, prorrumpiendo en lágrimas. Como cada aurora. Como cada ocaso.
Tal es mi destino. El destino de un simple reflejo.